Si Italia ha sido la tierra del amor es porque escondidos en su tierra estaban ellos, los amantes de un amor de seis mil años. No es casual que Valdaro esté cerca de Verona, ¿de dónde, si no, habría salido Romeo?, ¿cómo habría podido Julieta pasar por encima del odio que todo Capuleto debía sentir por los Montescos, si no es porque ellos la inspiraban?
Los arqueólogos buscaban el pasado y la muerte, pero encontraron una historia todavía presente, la de dos enamorados. Dice Pieper que querer a alguien es tanto como alegrarse de que exista. La de ellos es una alegría seis veces milenaria. “¡Belleza demasiado rica para gozarla, demasiado preciosa para la tierra!”, podría decir él, con palabras de Romeo. “¿Por ventura amó hasta ahora mi corazón? ¡Ojos, desmentidlo! ¡Porque hasta la noche presente jamás conocí la verdadera hermosura!”.Y ella podría responder, con Julieta: “Mi liberalidad es tan ilimitada como el mar, y profundo como este es mi amor. Cuanto más te entrego, tanto más me queda, pues uno y otro son infinitos” (Rom. y Jul. I, 5). Con estas y otras palabras un siglo y otro han pasado, sin que ellos apenas lo adviertan.
Por desgracia, hoy no queda nadie que tenga las palabras adecuadas para contar su amor. Salomón está muerto, como también Virgilio y el Dante. Ya no viven Gabriela ni Pablo ni Anguita, para cantar un amor que es más sólido que el tiempo, un cariño que perdura cuando no queda rastro de los gusanos que comieron esos cuerpos. Pero ellos no piden canciones ni encomios, simplemente están allí, recostados, contemplándose a través del tiempo. ¿Es la suya una tumba o un lecho?, ¿están más muertos que nosotros, solo porque podemos movernos, ver su imagen y hablar sobre ellos? ¿Somos más vivos porque apenas contamos a nuestro haber con un puñado de años? ¿Hemos escapado de la muerte a fuerza de correr de un lado para otro y de comunicarnos sin decir nada, inquietados una y otra vez por la alarma de un celular impertinente?
Los arqueólogos los han descubierto, es decir, han sacado la capa de tierra que los cubría, pudorosa. Su foto ha recorrido el planeta, conmoviendo a miles de millones de hombres y mujeres. Por un instante, nosotros, contemporáneos, hemos recordado que el pasado existe, que no hemos inventado nada, que somos parte de un relato muy antiguo, y tal vez no la principal. Han despertado un momento para decirnos que podrán cambiar muchas cosas, pero ninguna de las que realmente importan, y que las diferencias entre las cuevas y los rascacielos no son tan grandes como a veces parecen.
¿Qué nos impresiona en esta imagen de los enamorados abrazados? No es el hecho de que el tiempo haya sido incapaz de roer unos huesos. Tampoco su postura original o la antigüedad de los restos. Esos amantes nos recuerdan que el amor, si es auténtico, tiene vocación de eternidad, es capaz de superar la prueba del tiempo: “Grábame como un sello en tu corazón, como un sello en tu brazo”, dice la Esposa en el Cantar, “que fuerte como la muerte es el amor” (8, 6).
¿Cómo llegaron allí? No pretendamos descifrar ese misterio. No le pongamos encima las hipótesis de la ciencia, transformando su historia en un ritual o una intriga. El único hecho es que siguen allí abrazados, cara a cara. Son los enamorados de Valdaro.
Hay quien imagina a nuestros antepasados de las cavernas como rudos y groseros. Pero ellos nos han dejado las delicadas pinturas de Altamira para confundir a nuestra arrogancia. Y por si esas imágenes no fueran suficientes, días antes de san Valentín, esos enamorados vienen a nosotros, los salvajes del siglo XXI, para hablarnos de nuestro pasado. Quizá logremos escucharlo a él decir: “¡Es mi alma, que me llama por mi nombre ¡Qué dulce y argentina suena en medio de la noche la voz de los amantes! ¡Como suavísima música a los absortos oídos!”. Y a ella: “¡No faltaré! ¡Un siglo hay hasta entonces!” (Rom. y Jul. acto II escena 2).
Posteado por El Mercurio a las Febrero 12, 2007 08:08 AM | Comentarios (7)
Los arqueólogos buscaban el pasado y la muerte, pero encontraron una historia todavía presente, la de dos enamorados. Dice Pieper que querer a alguien es tanto como alegrarse de que exista. La de ellos es una alegría seis veces milenaria. “¡Belleza demasiado rica para gozarla, demasiado preciosa para la tierra!”, podría decir él, con palabras de Romeo. “¿Por ventura amó hasta ahora mi corazón? ¡Ojos, desmentidlo! ¡Porque hasta la noche presente jamás conocí la verdadera hermosura!”.Y ella podría responder, con Julieta: “Mi liberalidad es tan ilimitada como el mar, y profundo como este es mi amor. Cuanto más te entrego, tanto más me queda, pues uno y otro son infinitos” (Rom. y Jul. I, 5). Con estas y otras palabras un siglo y otro han pasado, sin que ellos apenas lo adviertan.
Por desgracia, hoy no queda nadie que tenga las palabras adecuadas para contar su amor. Salomón está muerto, como también Virgilio y el Dante. Ya no viven Gabriela ni Pablo ni Anguita, para cantar un amor que es más sólido que el tiempo, un cariño que perdura cuando no queda rastro de los gusanos que comieron esos cuerpos. Pero ellos no piden canciones ni encomios, simplemente están allí, recostados, contemplándose a través del tiempo. ¿Es la suya una tumba o un lecho?, ¿están más muertos que nosotros, solo porque podemos movernos, ver su imagen y hablar sobre ellos? ¿Somos más vivos porque apenas contamos a nuestro haber con un puñado de años? ¿Hemos escapado de la muerte a fuerza de correr de un lado para otro y de comunicarnos sin decir nada, inquietados una y otra vez por la alarma de un celular impertinente?
Los arqueólogos los han descubierto, es decir, han sacado la capa de tierra que los cubría, pudorosa. Su foto ha recorrido el planeta, conmoviendo a miles de millones de hombres y mujeres. Por un instante, nosotros, contemporáneos, hemos recordado que el pasado existe, que no hemos inventado nada, que somos parte de un relato muy antiguo, y tal vez no la principal. Han despertado un momento para decirnos que podrán cambiar muchas cosas, pero ninguna de las que realmente importan, y que las diferencias entre las cuevas y los rascacielos no son tan grandes como a veces parecen.
¿Qué nos impresiona en esta imagen de los enamorados abrazados? No es el hecho de que el tiempo haya sido incapaz de roer unos huesos. Tampoco su postura original o la antigüedad de los restos. Esos amantes nos recuerdan que el amor, si es auténtico, tiene vocación de eternidad, es capaz de superar la prueba del tiempo: “Grábame como un sello en tu corazón, como un sello en tu brazo”, dice la Esposa en el Cantar, “que fuerte como la muerte es el amor” (8, 6).
¿Cómo llegaron allí? No pretendamos descifrar ese misterio. No le pongamos encima las hipótesis de la ciencia, transformando su historia en un ritual o una intriga. El único hecho es que siguen allí abrazados, cara a cara. Son los enamorados de Valdaro.
Hay quien imagina a nuestros antepasados de las cavernas como rudos y groseros. Pero ellos nos han dejado las delicadas pinturas de Altamira para confundir a nuestra arrogancia. Y por si esas imágenes no fueran suficientes, días antes de san Valentín, esos enamorados vienen a nosotros, los salvajes del siglo XXI, para hablarnos de nuestro pasado. Quizá logremos escucharlo a él decir: “¡Es mi alma, que me llama por mi nombre ¡Qué dulce y argentina suena en medio de la noche la voz de los amantes! ¡Como suavísima música a los absortos oídos!”. Y a ella: “¡No faltaré! ¡Un siglo hay hasta entonces!” (Rom. y Jul. acto II escena 2).
Posteado por El Mercurio a las Febrero 12, 2007 08:08 AM | Comentarios (7)
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